"No eres un pez," me dijo mi hermano.
Estábamos en el sur de España, o mejor dicho sólo yo estaba en el sur de España, con mi primo. Nos habíamos ido de paseo a Europa ese verano, con apenas veinte años en el cuerpo, y el sur de España era lo más parecido a Chile que encontrábamos luego de haber estado dando palos de ciego en Dinamarca, Alemania y República Checa--la Europa B. Era la manera de hablar de las andaluzas y el hecho de que hubiera playa lo que nos enternecía, hasta el cansancio. Incluso se lo dijimos a la que vendía los tatuajes falsos en el puesto de artesanía.
"Joé," nos contestó en andalú.
Luego nos fuimos a bañar al mar y las olas eran altísimas: yo no me atreví a meterme. Sin embargo, en el camino de vuelta me fui nadando por un brazo de mar que irrumpía en la tierra y daba origen a una especie de laguna. Al contornear una isla me capturó una corriente y me jaló hacia el fondo, y en un segundo lo di todo por perdido.
Pero la vida todavía no se había cansado de mí.
Y ahí estaba yo de nuevo, vivito y coleando, admirando el saco de dormir nuevo que se acababa de comprar mi hermano. Era muy grande para su tamaño o para el mío, y lo que sobraba de los pies para abajo se podía interpretar fácilmente como las aletas de la cola de un pesca'o.
"Para cuando nos tengamos que disfrazar de pez," dije, pero mi hermano no captó la referencia.
"Pruébalo," me dijo.
Lo hice y cuando estaba dentro sacudí la cola como un pez. Mi hermano y mi prima se miraron y luego salieron de la habitación. Yo estaba atrapado en el interior del saco, con los brazos pegados a mi cuerpo, sin poder alcanzar el cierre para abrirlo y salir. Grité por ayuda y lo di todo por perdido.
Luego escapé del saco como Houdini. Mi hermano, que había vuelto a materializarse, me instó a que prestara atención a mis oídos.
"¿Lo oyes?"
Mi hermano tenía razón: mi sentido de la audición se había vuelto infinitamente más agudo. Podía yo captar todos los sonidos como en un estadio--de fútbol, en la Copa del Mundo de la FIFA, Brasil 2014.
Estábamos en el sur de España, o mejor dicho sólo yo estaba en el sur de España, con mi primo. Nos habíamos ido de paseo a Europa ese verano, con apenas veinte años en el cuerpo, y el sur de España era lo más parecido a Chile que encontrábamos luego de haber estado dando palos de ciego en Dinamarca, Alemania y República Checa--la Europa B. Era la manera de hablar de las andaluzas y el hecho de que hubiera playa lo que nos enternecía, hasta el cansancio. Incluso se lo dijimos a la que vendía los tatuajes falsos en el puesto de artesanía.
"Joé," nos contestó en andalú.
Luego nos fuimos a bañar al mar y las olas eran altísimas: yo no me atreví a meterme. Sin embargo, en el camino de vuelta me fui nadando por un brazo de mar que irrumpía en la tierra y daba origen a una especie de laguna. Al contornear una isla me capturó una corriente y me jaló hacia el fondo, y en un segundo lo di todo por perdido.
Pero la vida todavía no se había cansado de mí.
Y ahí estaba yo de nuevo, vivito y coleando, admirando el saco de dormir nuevo que se acababa de comprar mi hermano. Era muy grande para su tamaño o para el mío, y lo que sobraba de los pies para abajo se podía interpretar fácilmente como las aletas de la cola de un pesca'o.
"Para cuando nos tengamos que disfrazar de pez," dije, pero mi hermano no captó la referencia.
"Pruébalo," me dijo.
Lo hice y cuando estaba dentro sacudí la cola como un pez. Mi hermano y mi prima se miraron y luego salieron de la habitación. Yo estaba atrapado en el interior del saco, con los brazos pegados a mi cuerpo, sin poder alcanzar el cierre para abrirlo y salir. Grité por ayuda y lo di todo por perdido.
Luego escapé del saco como Houdini. Mi hermano, que había vuelto a materializarse, me instó a que prestara atención a mis oídos.
"¿Lo oyes?"
Mi hermano tenía razón: mi sentido de la audición se había vuelto infinitamente más agudo. Podía yo captar todos los sonidos como en un estadio--de fútbol, en la Copa del Mundo de la FIFA, Brasil 2014.