martes, septiembre 13, 2016

1996, la clave última de todo

siempre está latente la posibilidad de tomar un tren a los linderos del mundo, o por qué no decir al fin del mundo. Este fin del mundo puede definirse en términos del tiempo o del espacio o de ambos. Lo cierto es que el destino del tren es incierto, y sin embargo está lleno de pasajeros que parecen disfrutar el viaje. En el primer vagón vamos nosotros, pero hemos llegado hasta acá a través de desplazarnos de vagón en vagón, por dentro y por fuera del tren, con el hermoso paisaje marítimo vigilando todos nuestros movimientos. Ahora estamos en este primer vagón en calidad de clandestinos, o de pasajeros sin pasaje, y el controlador se acerca peligrosamente. Uno de mis mejores amigos, tal vez Seba Peralta, trajo chunchules y los puso a disposición de la gallada. Con esto distraigo yo al controlador cuando llega, impecablemente vestido de negro, incitándole a probar la maravilla culinaria de nuestros ancestros, o al menos así la califico yo. Lo que se deduce de todo esto es que nosotros venimos de otro planeta, y el controlador ha de sentirse honrado en probar un manjar tan exótico. Parece gustarle.

El tren se acerca a lo que nosotros a falta de un mejor término llamamos Londres, pero lo cierto es que es el fin del mundo, un espacio que nadie conoce y al que todos queremos llegar. Parece que todos y cada uno de los que vamos en este tren hemos alcanzado un grado de realización personal en nuestras vidas individuales, que nos lleva a buscar la disolución en el secreto más íntimo. La vida ya no tiene sentido para nosotros, necesitamos algo más profundo, necesitamos conocer la clave última de todo.

Cada instante de los que transcurre en este tren tiene el aire maravillado de las despedidas finales, ningún momento es fútil, todas las visiones e interacciones están envueltas en la conciencia de que no se repetirán, de que nada en este mundo se repetirá.

Londres, 1996.