En el horizonte de mi mente se ha
escondido el sol.
Me preocupé cuando vi los perros. El
perro. El perro que olfateaba las valijas de las personas.
Yo llevaba valija diplomática. Algo
tenía que pesar. El tipo me dejó comprar el boleto, mientras él
examinaba mi pasaporte. Nunca se esperaban que un tipo con mi manera
de caminar, con mi silencio, fuera francés; me trataban de pillar
con preguntas obvias.
No sé si a los perros los hacen
adictos a la droga, o sólo les enseñan a olfatearla. Nunca los van
a hacer adictos a los hongos; además, lo que consumo yo está
altamente procesado. Y hecho té. Y dentro de un termo, sellado.
Comencé a darle sorbos a la botella a
eso de las 11 y veinte. Exactamente.
A eso de las 11 y 40 cerré la botella
y la guardé. Esperé que hicieran efecto los hongos.
A las 12 y 20 el efecto era patente.
Sentí que perdía contacto con la realidad. Había llegado a mi
límite.
A mi límite para tomar un tren y no
equivocarme. Seguir atento. Perder contacto con la realidad, pero
seguir atento.
En el tren entendí que el misterio
debía insinuarse, al escribir un cuento de misterio, pero no
resolverse. La mayoría de las veces el misterio se va revelando;
esa no es la correcta manera de proceder. Lo que se debe hacer es,
por ejemplo, describir un planeta desconocido.
En un momento por las ventanas se vio
el mar. Todos giraron el cuello para mirarlo. Oh, el mar. Sólo por
compromiso: por demostrar que habían leído poemas alguna vez. Y el
mar era sólo una línea debajo de la cual todo era azul. En fin, no
la gran cosa.
En otro momento todo era una
revelación; todo estimulaba enormemente la mente. Se llegaba a
conclusiones. Pero una hora después, todo eso se acabó.