Teníamos cinco minutos para llegar a la reunión en que venderíamos nuestras almas. Cinco minutos para salvar al mundo, digamos, de nuestro buen corazón. Pedro, Juan y Diego, éramos nosotros.
Pero a Diego le tenía que pasar algo. Se le tenía que quedar enredado un botón de la camisa o la manga del chaleco, no recuerdo bien, en la manilla de una puerta o en el espejo lateral de una micro; la puerta se estaba cerrando o la micro iba partiendo, de nuevo no recuerdo, pero en cualquiera de los dos casos Diego estaba imposibilitado de seguir avanzando con total naturalidad: algo en su andar se vería perjudicado, no sé exactamente qué.
Y así fue como llegamos a la reunión con los ejecutivos del banco. No me arrepiento de lo que dije entre esas cuatro paredes acerca del destino, de la vida o de la muerte. Vendí la idea como tenía que hacerlo, como lo habíamos presupuestado luego de salvar a Diego de ser arrastrado hasta Peñalolén por la 406. Tenía que ocurrir; ahora que escucho a Wagner comprendo bien. La voz del Wagner aletea en mis oídos como una mariposa nocturna. Involuntariamente me pego una charchazo tratando de matarla; nadie sabe lo que me pasó, me miran como desposeídos. Qué culpa tiene uno de un reflejo asesino.
Cuando salimos del banco respiramos un aire distinto. Ya nada era lo mismo y sin embargo, a esas alturas, todavía todo era igual. El Diego dijo que se iba a cambiar de camisa, lo comprendimos. Nos mostró las axilas y las tenía totalmente empapadas, tanto se había puesto nervioso. Yo no quise ni siquiera mirar las mías por temor a sufrir un trauma irreversible. Nos fuimos a tomar unas cervezas, a disfrutar la idea de que no había tiempo que perder. Procastrinar es un arte. En el bar se nos acercaron unas muchachas y una de ellas resultó ser Silvana. Nosotros no sabíamos quién era Silvana ni qué rol jugaría, pero nos imaginábamos, oh algo nos imaginábamos. Miles Davis comenzó a cantar, denunciando a toda su patota. Algunos acordes de trompeta podían entenderse como palabras, decían 'Caetano Veloso', en un largo degradé. O 'Mingus, Ah, Hum'.
Diego salió del baño con una camisa nueva y detrás de él salió un tipo sin camisa, con las narices sangrando. 'Un tipo' miró en dirección a nuestra mesa cuando atravesaba la puerta del bar. Un par de cuadras más adelante lo mataría una micro, o acaso una luz encadilante. Y 'un tipo' nunca sabría si se había muerto por haber visto la luz, o si había visto la luz porque se estaba muriendo. Atropellado por la misma 406 que había fallado en llevarse a Diego.
Pero a Diego le tenía que pasar algo. Se le tenía que quedar enredado un botón de la camisa o la manga del chaleco, no recuerdo bien, en la manilla de una puerta o en el espejo lateral de una micro; la puerta se estaba cerrando o la micro iba partiendo, de nuevo no recuerdo, pero en cualquiera de los dos casos Diego estaba imposibilitado de seguir avanzando con total naturalidad: algo en su andar se vería perjudicado, no sé exactamente qué.
Y así fue como llegamos a la reunión con los ejecutivos del banco. No me arrepiento de lo que dije entre esas cuatro paredes acerca del destino, de la vida o de la muerte. Vendí la idea como tenía que hacerlo, como lo habíamos presupuestado luego de salvar a Diego de ser arrastrado hasta Peñalolén por la 406. Tenía que ocurrir; ahora que escucho a Wagner comprendo bien. La voz del Wagner aletea en mis oídos como una mariposa nocturna. Involuntariamente me pego una charchazo tratando de matarla; nadie sabe lo que me pasó, me miran como desposeídos. Qué culpa tiene uno de un reflejo asesino.
Cuando salimos del banco respiramos un aire distinto. Ya nada era lo mismo y sin embargo, a esas alturas, todavía todo era igual. El Diego dijo que se iba a cambiar de camisa, lo comprendimos. Nos mostró las axilas y las tenía totalmente empapadas, tanto se había puesto nervioso. Yo no quise ni siquiera mirar las mías por temor a sufrir un trauma irreversible. Nos fuimos a tomar unas cervezas, a disfrutar la idea de que no había tiempo que perder. Procastrinar es un arte. En el bar se nos acercaron unas muchachas y una de ellas resultó ser Silvana. Nosotros no sabíamos quién era Silvana ni qué rol jugaría, pero nos imaginábamos, oh algo nos imaginábamos. Miles Davis comenzó a cantar, denunciando a toda su patota. Algunos acordes de trompeta podían entenderse como palabras, decían 'Caetano Veloso', en un largo degradé. O 'Mingus, Ah, Hum'.
Diego salió del baño con una camisa nueva y detrás de él salió un tipo sin camisa, con las narices sangrando. 'Un tipo' miró en dirección a nuestra mesa cuando atravesaba la puerta del bar. Un par de cuadras más adelante lo mataría una micro, o acaso una luz encadilante. Y 'un tipo' nunca sabría si se había muerto por haber visto la luz, o si había visto la luz porque se estaba muriendo. Atropellado por la misma 406 que había fallado en llevarse a Diego.