Había llegado atrasado a mi vuelo. Me
entretuve recuperando un equipaje perdido que por error había sido
asignado a mí. Luego, demasiado ocupado en manipular mi pasaporte,
no pude inspeccionar la extraña maleta. Simplemente la chequée y
corrí al control de seguridad. Mis zapatos en la huincha tardaron en
salir. Hervía de ansiedad y curiosidad, pero ya no sabría nada
hasta Dublín.
Me subí al avión y despegamos. Las
cosas se desarrollaron normalmente hasta que un rumor, y un mapache
que corría entremedio de las piernas de los pasajeros, quebraron la
calma. Cayeron las máscaras de oxígeno, pero no era una
despresurización de la cabina. Simplemente el mapache corría de un
lado a otro, como si el avión fuera un bosque. La mujer que venía
al lado mío rápidamente tenía su mascarilla puesta.
La situación era tan incongruente que
creí estar soñando. Ya la noche anterior había tenido pesadillas
con el avión, pero el viaje era a Sao Paulo y yo iba con mi hermano.
Yo no tenía lista mi maleta a tiempo y surgían una serie de
complicaciones. Cuando todo se volvía demasiado predecible, yo
entendía que era un sueño y sacudía la cabeza para despertar.
Estaba en New York.
Le pregunté a mi compañera de asiento
cómo podía seguir leyendo su libro si había un mapache en el
avión. Me dijo que ella sabía que eso iba a pasar. La escudriñé
un instante. Le pregunté si venía del futuro. Me contestó que no,
pero casi. Acto seguido me miró de frente y dentro de su ojo
izquierdo vi el océano, y un pez. Mi grito se ahogó en el interior
de la máscara de oxígeno. Ella soltó una carcajada que resonó en
medio del caos. A estas alturas, el avión caía en picada.
Nos estrellamos. Cuando desperté, no
me extrañó estar en una playa. Los sobrevivientes recuperaban
equipajes que eran arrastrados hacia la arena por las olas del mar.
Atardecía. La mujer con el extraño ojo vino a mí. Mira lo que
tengo, me dijo. Al principio, no reconocí la maleta que no había
sido mía hasta ese día, poco antes de subirme al avión. Pertenecía
a un tal Manuel Avila.
Yo no me había percatado que la maleta
tenía candado de seguridad. La mujer me instó a que ensayara una
combinación, y, por burlarme de ella, puse 666 y la maleta se abrió.
En el interior no había nada sobrenatural, salvo un mapache disecado
que parecía una alucinación. Nuevamente creí estar soñando, pero
al contrario de mi sueño, no me sentía capaz de despertar. La mujer
me miraba con impaciencia, como esperando que yo comprendiese algo.
Por un instante creí entender una verdad muy antigua, algo que el
ser humano había olvidado en su evolución. Pero no pude
concretarlo, porque un helicóptero de rescate bajó causando gran
estruendo.
La imponderable mujer se perdió en la
selva.
PD del 3 de octubre : debo decir
que, antes que llegara el mapache, yo estuve mirando pinturas de John
Baldessari en mi computador.