podría decirse que seguían mis aventuras en la selva austral.
cada vez más convencido de la necesidad de cortar los lazos con el mundo como el único paso hacia la verdadera felicidad. Las exigencias, mínimas, de mandar un reporte vía los insectos del páramo, compromiso adquirido las horas previas a la partida, se convertían poco a poco en deseos de olvidar ese deber para siempre; nunca saldría de esa selva y el viento del crepúsculo borraría mis trazos.
Sin embargo me buscaban con linternas y mencionaban mi nombre en la posada que quedaba en el límite. El posadero, el hombre más cuerdo que he conocido, les decía que no me buscaran, que la selva me trearía de vuelta rápidamente. Estaba mintiendo. El posadero era el hombre más cuerdo que había en ese minuto en el mundo.