sábado, junio 06, 2015

fragmento

la libertad se puede conseguir. Pero no en el interior de un ascensor. Los señores con sus portafolios, las señoras con sus ridículas miradas al espejo. Yo con mis cuestionamientos.

Estábamos en eso cuando el ascensor se detuvo en el espacio entre dos pisos. Eramos unas siete personas las que estábamos ahí, y yo las hubiera podido contar con los ojos cerrados. Pero en lugar de eso respiré profundo y me puse a cantar una canción suavemente, y con los ojos cerrados pensé en la palabra intersticio y en ese instante vi docenas o tal vez centenas de vasos capilares llenarse de un líquido que yo sabía que era sangre, la sangre de mi cuerpo que llenaba una glándula. Se desataban acto seguido una serie de reacciones en mí. Yo abría los ojos y la libertad estaba ahí, pero disfrazada de hombre disfrazado de árbol. Cómo lo podría explicar, era como un ser vegetal. Sí, eso podría definirlo todo. Había llegado para llevarme a mí, y con su entrada habían desaparecido todas las demás personas que estaban en el ascensor. La vieja con el culo manzanita, el oficinista rezagado, el ajeno al edificio, la loca linda. Etcétera. Estábamos ahí Mezcalito y yo, solos al fin.

Me tocó con un dedo y eso me causó unas cosquillas, que ni te cuento, y me largué a reír como un niño que ve por primera vez un capítulo de los Simpsons, o dos bicicletas chocar. Todavía me quedan espasmos de risa que me atacan de vez en cuando. Ya no me río de las cosas del mundo, sin embargo camuflo mi risa con sucesos mundanos que lejanamente pudieran parecer graciosos, y la gente me cree. Mezcalito abrió acto seguido la palma de su mano y allí había una pantalla tres dé, una escena vista desde todos los ángulos. Pero me refiero a todos los ángulos del universo. Mezcalito sacó un aleph.

Ese aleph contenía en ese momento, a esa hora, las imágenes de mi muerte. Luego de las imágenes de mi funesta muerte pasamos a las imágenes del interior de un cuarto, en donde una niña de unos diecisiete años de edad se cambiaba de ropa y se ponía ropita más cómoda. Mezcalito la miraba extasiado. Yo sentía que no era apropiado, pero no me atrevía a hacérselo ver a Mezcalito. Miré nuevamente a los espejos, y el reflejo de Mezcalito ya no estaba ahí. Estaba yo solo replicado en una infinidad de ridículos espacios, generados por el reflejar de reflejos. En esos absurdos espacios estaba yo en las diferentes edades por las que he pasado y pasaré antes de consumarse mi muerte. El ascensor llegó por fin al piso 12 y las puertas se abrieron. Salimos el oficinista rezagado y yo, y nos pusimos a buscar a Javier Masur. El oficinista para entregarle un memo, yo por razones que se entenderían después. En ese momento, Javier Masur era la única persona con la que podía hablar al respecto de lo que me había pasado la otra noche.

Atontado por el episodio del ascensor, pregunté Javier Masur? Y me contestaron unos tres Javieres Masurs. Luego asomaron otros nueve, más el oficinista rezagado que entonces se revelaba otra de las personalidades de Masur, hicieron un total de trece. Eran todos Javier Masur. El desgraciado había colmado todo el piso del edificio con su estricto sello profesional, y los había convertido a todos alli en sí mismo.

Javier Masur, dije, tengo que hablar con usted. Luego me senté en una silla cualquiera, que encontré junto a la fotocopiadora.

Allí me quedé esperando que alguien asumiera como el Javier Masur que hablaría conmigo esa mañana. Llegó uno de corbata celeste con un café para mí y otro para él, como si me hubiera estado esperando. Sin embargo dijo, no esperaba que vinieras hoy.

El café estaba muy caliente y por probarlo me quemé la lengua. Todavía tengo quemado ahí y me raspo la parte quemada con los dientes, o al revés quizás, de puro masoquista. Javier Masur era un tipo seguro de sí mismo o al menos así lo parecía, o así lo hubiera descrito un novelista que quisiera pasarse de listo frente al lector. Me miró de arriba abajo como tratando de descifrar qué era lo que andaba mal conmigo. Tienes pesadillas? preguntó.

No le contesté enseguida, le contestaría días después. En ese momento sólo me concentré en mi café, en su espuma color tierra, en su aroma, en los ojos del martinicano que extrajo el grano esa mañana de sol. Me miraban fijo, y yo no podía prácticamente apartar la vista de ellos.

Veo huevadas, le dije a Javier Masur. Yo también, me confesó él. Pasamos a su oficina en donde había una alfombra verde con un agujero de golf. Se notaba que había estado jugando, había dos o tres pelotas desparramadas, una cerca del papelero, la otra debajo de una silla. Las hubiera podido contar. Es más, cerré los ojos y lo hice. Eran cuatro con la que estaba detrás del escritorio y con los ojos abiertos no se la podía ver. Javier Masur se sentó, sintió la pelota de golf debajo de su escritorio y la pateó. La pelota atravesó todo el escritorio por debajo y se metió silenciosamente en el agujero de la alfombra, pero ninguno de nosotros la vio. Si una pelota de golf entra en un agujero en el medio del bosque, vale el punto?