El hecho de estar condenado a muerte o en uno de los arrabales de la muerte me ponía de un humor especial. Mi mirada se estancaba en las cosas, pero así estancada fluía como el viento de un vendaval. Cualquier paisaje desfilando a través de una ventana tenía la capacidad de ponerme en un estado de apatía total. Decidí hablarle de esto a Patricia.
"Mucha gente usa los viajes para perderse en ideas, incluso si son viajes cortos. La finalidad del bus no es sólo llevar a las personas a sus destinos, también es pasearlas. Sacarlas de su centro, ¿sabes?" Patricia. Ella era la mujer perfecta para mí, loca de remate, con ideas tan absurdas (tan absurdas como las mías). Mientras la oía hablar, intentaba imaginarme cómo sería ella con sus otros pacientes, si encerrada con cada uno de ellos se convertía también en un espejo.
"Pero yo el otro día me pasé de largo y me bajé en el cementerio, a 8 cuadras de mi casa." Ahí Patricia soltó una carcajada. Tenía eso también, se reía de mí como si no me tuviera ningún respeto. Enseguida se trepaba de nuevo a su pedestal de doctora.
"Dime, ¿sigues yendo a mirar el cuadro con movimiento?" En la afectación de su frase creí notar, o era que yo deseaba tan intensamente que así fuera, un disimulado interés. "No", le dije, "con la ventana del bus ya tengo bastante." No se rió, pero hizo un gesto como comprendiendo mi humor. Otra vez un gesto que yo interpretaba como de la complicidad más extrema. "Pero el cuadro sigue ahí", le dije.
Qué patético. Poniéndole anzuelos como ése a mi psicoanalista. A mi amor platónico.
"¿Estamos en la hora ya?" Patricia miró su reloj, como contando los segundos. "Sí", dijo al cabo de unos tres. Yo nunca me atrevía a celebrarle los chistes. "Entonces ya no somos más paciente y doctora." No me miró.
"Sí, todavía somos paciente y doctora".
"Mucha gente usa los viajes para perderse en ideas, incluso si son viajes cortos. La finalidad del bus no es sólo llevar a las personas a sus destinos, también es pasearlas. Sacarlas de su centro, ¿sabes?" Patricia. Ella era la mujer perfecta para mí, loca de remate, con ideas tan absurdas (tan absurdas como las mías). Mientras la oía hablar, intentaba imaginarme cómo sería ella con sus otros pacientes, si encerrada con cada uno de ellos se convertía también en un espejo.
"Pero yo el otro día me pasé de largo y me bajé en el cementerio, a 8 cuadras de mi casa." Ahí Patricia soltó una carcajada. Tenía eso también, se reía de mí como si no me tuviera ningún respeto. Enseguida se trepaba de nuevo a su pedestal de doctora.
"Dime, ¿sigues yendo a mirar el cuadro con movimiento?" En la afectación de su frase creí notar, o era que yo deseaba tan intensamente que así fuera, un disimulado interés. "No", le dije, "con la ventana del bus ya tengo bastante." No se rió, pero hizo un gesto como comprendiendo mi humor. Otra vez un gesto que yo interpretaba como de la complicidad más extrema. "Pero el cuadro sigue ahí", le dije.
Qué patético. Poniéndole anzuelos como ése a mi psicoanalista. A mi amor platónico.
"¿Estamos en la hora ya?" Patricia miró su reloj, como contando los segundos. "Sí", dijo al cabo de unos tres. Yo nunca me atrevía a celebrarle los chistes. "Entonces ya no somos más paciente y doctora." No me miró.
"Sí, todavía somos paciente y doctora".