miércoles, marzo 21, 2012

Nena

Se lo conté a Patricia.

"Ya estás otra vez con los hongos". "No, Patricia, es verdad". No se lo dije, sólo salí a la calle porque se había terminado mi hora. El psicoanálisis me tenía loco, pero lo que me tenía loco era Patricia. Su ángel, su pelo crespo siempre un poco húmedo, siempre como recién salida de la ducha, y su mezcla de perfumes: el shampoo, el desodorante, el mismo perfume (¿el de su piel?) de una marca europea. Todo en ella era perfecto, y sin embargo yo sabía que no podía enamorarme. Ni jugar. Nada. Ella era mi psicoanalista.

Como si los psicoanalistas no se aprovecharan de sus pacientes. Freud, un pervertido. Se las aprenden de memoria y luego las engatusan. ¿Qué estaba esperando Patricia para hacer eso conmigo? Yo podía caer en ese tipo de trampas, no era tan inteligente. Ni mucho menos tan tonto como para rechazar a una mujer, cualquiera.

Patricia. No me había creído lo de las galaxias estampadas en el muro. ¿Accedería a venir conmigo a verlas? En las noches yo llevaba mi silla plegable y me instalaba, catalejo en mano, a admirar ese cosmos imaginario, fortuito, cómo calificarlo. Llevaba una taza de té o un jugo con bombilla y le daba sorbos a uno o a otro mientras me perdía, con mis ojos, en ese paisaje raro; con miedo por supuesto de un día no poder regresar.

Quise saber si había vida en alguna de esas galaxias. Si había vida en la muerte (curioso) porque lo que ese universo representaba era la muerte de mi vecino. No podía obviar ese hecho. Ni tampoco olvidar la conclusión innevitable, que se me había hecho clara noches atrás, de que ese vecino difunto no era otro que yo, que había muerto y seguía sin embargo encadenado a ciertos juegos metásificos. Condenado a encontrar la salida del laberinto, o volver a la fuente, lo que fuera que fuese la muerte y que yo todavía, claramente, no me era capaz de figurar.