La idea de la galaxia quemada, frita por la pólvora de una 44, seguía vagabundeando en mi cabeza. Esa noche no podía dormir. Fui al baño, me miré al espejo y me apreté las grasas del abdomen. Abrí la puerta del refrigerador y la cerré. Me pesé con la luz apagada y no vi la cifra que salía en la balanza.
Hacia las 4 de la mañana comprendí que el occiso era yo. Ir a mirar el cuerpo para reconocer mis rasgos, mi piel, mis canas. No estaba, obviamente, los dioses (los policías) se lo habían llevado. Todavía estaba la marca en el suelo. Me acosté y comprobé que mi cuerpo calzaba perfecto dentro de ella. No cabía duda. El cuadro en la pared era mío. Eran mis galaxias. Era yo.
Al otro día cuando salí para el trabajo los policías estaban allí. Los saludé con un gesto del rostro mientras ponía la llave y me alejaba. Alcancé a captar que habían llevado un fotógrafo y que éste tomaba una foto de algo. Me pregunté si estaría fotografiando el cuadro.
Hacia las 4 de la mañana comprendí que el occiso era yo. Ir a mirar el cuerpo para reconocer mis rasgos, mi piel, mis canas. No estaba, obviamente, los dioses (los policías) se lo habían llevado. Todavía estaba la marca en el suelo. Me acosté y comprobé que mi cuerpo calzaba perfecto dentro de ella. No cabía duda. El cuadro en la pared era mío. Eran mis galaxias. Era yo.
Al otro día cuando salí para el trabajo los policías estaban allí. Los saludé con un gesto del rostro mientras ponía la llave y me alejaba. Alcancé a captar que habían llevado un fotógrafo y que éste tomaba una foto de algo. Me pregunté si estaría fotografiando el cuadro.