Poco después de oírse el disparo los vecinos llamaron a la policía. Llegaron dos detectives, uno más pelado que el otro. Ese mismo más gordo que el segundo. Eran compañeros.
Se pusieron a hacer las pesquisas de rigor. Hicieron preguntas y no se inmutaron con las respuestas. Le pegaron una patada a la puerta y entraron.
Allí estaba el cuerpo, como esperando que la policía lo encontrara. No tenía cabeza, o sólo tenía la mitad de una cabeza. En la mitad que quedaba se podía imaginar una sonrisa, como si hubiera muerto sintiendo la gran ironía que era la vida. Como si la hubiera percibido en el último instante. El resto de la cabeza eran esas manchas en la pared, el cuadro de un pintor surrealista. Matta.
El que no era ni gordo ni pelado se agachó a ver el cuerpo más de cerca y empezó a marcar el contorno con una tiza blanca. El otro, más gordo y con menos pelo, observó el cuadro en la pared. Eran las constelaciones de la galaxia que había partido con el occiso. Su osa menor, su cinturón de orión, sus estrellas aún no descubiertas, aún sin nombre. Estaban todas ahí pintadas.
La cosa estaba clara, había sido suicidio. Faltaba el cinturón de fuego alrededor, y que el occiso haya sido un escorpión. La pistola, dijo el flaco chascón, era una 44. No sé qué podía significar eso. Yo esperé en la puerta que todo se terminara, pero todo estaba lejos de terminar e incluso de comenzar. Llegarían más policías, un médico forense, todo se haría según el manual. Los detectives, tanto el gordo calvo como el flaco con melena, estaban sin duda acostumbrados a ese tipo de procedimiento. Se movían como pez en el agua de un mar sin olas. Pusieron unas huinchas amarillas como de las películas (a decir verdad, muchas cosas eran como de las películas) y llamaron por radio a unos colegas policías. Pregunté si me necesitaban para algo más. No, me dijeron, y me fui.
Yo tampoco estaba tan impresionado con el asunto. Pensaba, no obstante, en la cara del policía gordo mirando el cuadro de Roberto Matta. ¿Sabría algo? Yo sabía lo que estaba pintado ahí, pero no imaginaba que alguien más pudiera saberlo. ¿Era tan obvio? Para mí, era sólo una locura que se me había ocurrido a mí. Dudaba.
Me tomé una taza de café y pensé si acaso los detectives, el gordo pelado y el otro, resolverían el caso. O si considerarían que no había caso en lo absoluto.
Se pusieron a hacer las pesquisas de rigor. Hicieron preguntas y no se inmutaron con las respuestas. Le pegaron una patada a la puerta y entraron.
Allí estaba el cuerpo, como esperando que la policía lo encontrara. No tenía cabeza, o sólo tenía la mitad de una cabeza. En la mitad que quedaba se podía imaginar una sonrisa, como si hubiera muerto sintiendo la gran ironía que era la vida. Como si la hubiera percibido en el último instante. El resto de la cabeza eran esas manchas en la pared, el cuadro de un pintor surrealista. Matta.
El que no era ni gordo ni pelado se agachó a ver el cuerpo más de cerca y empezó a marcar el contorno con una tiza blanca. El otro, más gordo y con menos pelo, observó el cuadro en la pared. Eran las constelaciones de la galaxia que había partido con el occiso. Su osa menor, su cinturón de orión, sus estrellas aún no descubiertas, aún sin nombre. Estaban todas ahí pintadas.
La cosa estaba clara, había sido suicidio. Faltaba el cinturón de fuego alrededor, y que el occiso haya sido un escorpión. La pistola, dijo el flaco chascón, era una 44. No sé qué podía significar eso. Yo esperé en la puerta que todo se terminara, pero todo estaba lejos de terminar e incluso de comenzar. Llegarían más policías, un médico forense, todo se haría según el manual. Los detectives, tanto el gordo calvo como el flaco con melena, estaban sin duda acostumbrados a ese tipo de procedimiento. Se movían como pez en el agua de un mar sin olas. Pusieron unas huinchas amarillas como de las películas (a decir verdad, muchas cosas eran como de las películas) y llamaron por radio a unos colegas policías. Pregunté si me necesitaban para algo más. No, me dijeron, y me fui.
Yo tampoco estaba tan impresionado con el asunto. Pensaba, no obstante, en la cara del policía gordo mirando el cuadro de Roberto Matta. ¿Sabría algo? Yo sabía lo que estaba pintado ahí, pero no imaginaba que alguien más pudiera saberlo. ¿Era tan obvio? Para mí, era sólo una locura que se me había ocurrido a mí. Dudaba.
Me tomé una taza de café y pensé si acaso los detectives, el gordo pelado y el otro, resolverían el caso. O si considerarían que no había caso en lo absoluto.