miércoles, marzo 12, 2008

"la violencia del aprendiz"

Es extraño que me haya tocado vivir la vida precisamente a mí, yo podría haber sido parte de los que nunca nacieron ni tuvieron que ver con esta profecía, pero tengo una espada en cada brazo y voy cortando las cabezas de la penúltima retaguardia del puente, tengo un arco y un carcaj cruzados sobre mi hombro izquierdo.

Todo comenzó hace pocos minutos, cuando los cantoneses se disfrazaron en la bola de cristal del brujo Quevedo, que vino de más allá de la frontera, y ardieron unos bosques y un engendro con cabeza de conejo alzó sus manos, sosteniendo una efigie de piedra, y otro más tocó una corneta con un sonido que dos minutos más tarde llegó a nuestros oídos.

El capitán alineó a sus guerreros en una choza y los hizo salir a cortar cabezas, ellos se perdieron y se dispersaron en unas calles y en sus rostros se distinguía el olor de la sangre, en sus rostros camuflados por las máscaras con cabeza de chancho, todo fue como un sueño que comenzaba por enésima vez, y la gente corrió por las calles como huyendo de un hedor que venía precisamente de la dirección en la cual avanzaban nuestros guerreros.

Yo, en el último rincón sombrío que quedaba de la choza, amontonaba unas hojas y calentaba el agua cuando el capitán se me acercó, los guerreros cabeza de cerdo acababan de trasponer el umbral del día y ya estaban en la guerra, apretando las empuñaduras de sus lanzas, yo sentía que mi destino estaba en salir a ayudar a esas fieras rapaces, empujado por el poder que acaso un día me venció y que me hizo brujo, o pirata, o ninja, no sé bien quién soy.

El capitán se me acercó y me dijo que mi destino no estaba en esa calle poblada de granujas y de huesos rotos, de estantería derrumbada, de chatarra de vasijas, de naranjas aplastadas contra el adoquín reluciente por la sangre, sino que mi destino estaba en un viaje largo y urgente en dirección a la frontera, y luego más allá en una ruta que me dictarían ojalá las nubes y las estrellas, por senderos desconocidos para el ojo amable, familiares sólo para el ojo del conejo loco al cual yo debía eludir, y salvar finalmente el corazón de Gandhi de una flecha dorada que dispararía un francotirador invisible (en ese momento una sombra que se proyectaba sobre la pared de la tienda, y que le pertenecía al brujo Quevedo, se clavó una estaca en su propio corazón y luego se desvaneció).

Los ojos del brujo eran enloquecedores cuando me señaló la dirección del muro de piedra allá en el bajo, lo único distinto para mí en esa visión eran las cabezas de conejo, que se veían diminutas, y el resto era la misma piedra en que había jugado cuando niño, sin pensarlo más salté hacia allá y mi vuelo se vio acompañado por un aluvión de flechas.

Aterricé lejos de los conejos y cerca de un gancho de hierro al cual rodeé con mi lazo, dejándome caer hacia el vacío de la represa y las flechas me rozaban el cuerpo, las costillas, el pelo, y mi descenso fue feroz hasta el nivel más bajo, hasta el caminito al borde de las aguas que crucé cuando pequeño.

Saqué mi arco y comencé a clavarle flechas entre los ojos a los conejos que segundos después caían en el agua sagrada de mi gente, al tiempo que mis pies azotaban el corredor en busca de la puerta que mi cuerpo conocía de memoria cómo atravesarla.

Al fin mis rodillas saltaron al interior del vacío de piedra y mi cuerpo trepó las escaleras circulares, el día se asomó por las ventanas y acompañó mi escalada junto con los conejos asesinados…