lunes, marzo 17, 2008

Manulo Marini -- the dreaming way

Orion

Un Indio llamado Orion me detuvo en la esquina. En su cara relumbraban unas luces que parecían una eternidad. Me señalaba una esquina y agitaba sus brazos de forma que parecía que tenía varios brazos. Le di un abrazo para que se tranquilizara. Ya más calmados, en un café de la calle Boedo, me explicó el resultado de su torpe cuestionamiento. Arrugó una servilleta y con ella “encestó” en la jarra de café vacío que brillaba en una mesa vecina. Acto seguido se comió los quesos y los jamones que estaban al pie de esa jarra. El conde y la condesa de Wyvern se miraron espantados y se echaron a reír. Era evidente que los dos llevaban placa. Abandonamos el lugar sin pagar y, en la misma esquina de siempre, una flecha alcanzó la espalda del indio Orion. Este se puso a bailar una cueca fantasma, que terminó con el atropellamiento del indio Orion.

Aproveché la confusión para retirarme del lugar. Unos niños me perseguían y me tiraban elásticos en la cara; otro me alumbraba con un puntero láser. Los 4 niños se echaron a reír. Estacioné mi bicicleta cerca de unos canes de basura, en un callejón obscuro. Las nubes clausuraron el cielo y la lluvia se dejó sentir. Avancé corriendo tapado con un ejemplar de The Clinic, bombardeado por las constantes bromas de los niños. Uno me decía, tío, este gato es suyo? al tiempo que me entregaba un gato todo mojado y maloliente, de color naranjo. Garfield! exclamé yo. Nuevamente el extraño animal, que me daba suerte, me había encontrado. Me lo puse como de bufanda al tiempo que el gato gritaba miau, y nos alejábamos bufando.

Para capear el temporal, me metí al cine a ver una matiné. El gato maulló y se desocuparon 5 asientos, uno para mí y uno para cada pendejo. No bien nos sentamos nos pusimos a roncar, y en el sueño unas personas nos gritaban que bajáramos al gato de la peluca de la señora Kahl. Amablemente mi cuerpo de sueños retiró al gato y lo abracé para quedarme dormido de nuevo. Hago notar en este punto que yo me quedaba dormido por segunda vez, esta vez dentro del sueño. En este segundo sueño yo nuevamente estaba en el cine pero todo era mucho más fantástico. Los que estaban al lado mío eran todos osos polares, dragones, el monstruo de Canterville, los transformers, Hunter S. Thompson, pitufo glotón, otra versión de mí mismo, y los cuatro pendejos vestidos de M y M. Me bajé del cine (que se movía por la calle) y estaba otra vez en la esquina donde habían atropellado al indio Orion.

Fui a visitar al Socio, que vive en el onceavo piso del edificio de la esquina. Desde allí me dediqué a observar la situación. El Socio dormía profundamente en un sillón. Sobrevolamos todos los temas, la situación mundial, el oso, el espacio exterior, el deja vú. Vi que la multitud en torno al indio Orion se había comenzado a dispersar en busca de nuevas sensaciones. La lluvia coronaba toda la calle y el cadáver del indio se puso de pie, acto seguido se estiró, y luego se fue caminando en dirección a una puerta ventanal. Miré en lontananza, los edificios y la cordillera y los relámpagos cayendo sobre Chile. Cuando volví a mirar al Indio éste había salido por la puerta ventanal, ungido con un antifaz y seguido por los cuatro pendejos disfrazados. Sentí que me encontraba a punto de resolver el caso. Le dejé una nota al Socio que decía “váyate a la chucha”, salí por la puerta y bajé las escaleras en un ascensor.

Me fui para la casa y me metí a la ducha. Extrañaba de veras a la Paolita. Estaba demasiado entusiasmado con la idea de verla esa noche en el espejo; al mismo tiempo, no me era dado rendirme a esas alturas de la investigación. Vi el gol a último minuto que el chupete Suazo les hizo a los cachetones de River, apagué la tele y salí con el cepillo de dientes todavía en la boca. Agarré una manguera abandonada a su propia suerte en el antejardín y me enjuagué a discreción. Un poco más allá empezaba la inundación, causada quizás por la lluvia. Tomé un bote inflamable y me fui a remo hasta la otra orilla de la calle. Allí, un grupo de personas estaban embaucadas en una discusión. Me acerqué al quiosco y miré las revistas con desparpajo. En la portada de uno de los diarios de circulación nacional, notificaban la muerte del indio Orion. En las páginas centrales, supuse, ahondarían en el asunto de la desaparición de toda la constelación.

Esa noche miré al cielo con un tubo de papel y vi Orion. Vemos el pasado, me había dicho mi tío antes de partir. A las 12 volvió con 4 conejos locos y los desplumó. Los puse encima de la parrilla y los cocinamos mientras el perro daba vueltas e hinchaba las bolas. La perra acababa de parir y mi hermana chica les había puesto lentes a los perritos chicos. Parecían todos autónomos. Unos gnomos se escondían por el día en ese patio interior, que era cuadrado. Yo lo dimensionaba desde una ventana en el segundo piso y consultaba el parrón, con sus hojas siempre llenas. Desde allí le pegaba unos mordiscos a las uvas y más tarde veía los mismos racimos encima de la mesa, intactos, listos para el postre. En un rincón del mantel, un pequeño monte de sal buscaba resarcir una mancha de vino. En ese mismo montículo vaciaba mi tío su pipa, que era conocida en toda la comarca como la pipa de la paz. Esa pipa le habían regalado los hobbits, a su llegada en 1810. O al menos así la contó mi tío. Y luego se despachó un par de chistes malévolos, casi inéditos. Eran buenos los chistes.