domingo, octubre 12, 2008

como en este cuento

una de las cosas que más me gustaban cuando chico era subirme al techo. Como yo vivía en casa, tenía techo. La casa era tan pulenta que del baño de arriba uno tenía pasada directa al techo. Y desde esa parte del techo se podía ver el patio de la casa de al lado: era chiquitito, cuadradito, lleno de perros. No como mi patio que era grande y que no tenía nada, ningún animal. Un tiempo hubo una gallina que se llamaba pele (chiste interno) y un perro que no tenía nombre. De vez en cuando aparecía un tigre o varios aliens. Había también arañas en un muro, arañas que se podían sacar y llevarse un sustito bueno. Cuando no andaba ningún animal ni humano salvo yo, había también una escalera que se podía apoyar en el muro de las arañas para mirar el patio del otro vecino. Yo pasaba tardes enteras haciendo eso, observando el patio de los vecinos, oculto, pero camuflado al punto que ellos sabían que yo estaba ahí. Una vez uno de los vecinos me interpeló y yo tuve que divulgar mi nombre, tan patente era mi estado de observación. O sea en rigor, yo quería mirar la acción en ese patio como miraba la tele, sin que ellos pudieran verme a mí. Y no era así. Pero yo no lo comprendía. Yo cacho que para ellos debe haber sido un asunto de terror, porque lo único que se asomaba por encima del muro era mi cabeza. Y tiene que haber sido gore tener que ir al patio cuando estaba yo observando. En fin. Yo estaba contando que desde el primer techo se podía pasar a otro techo, que era de unas dependencias que estaban en el patio, y para pasar había que recorrer de alguna forma parte del muro que separaba la casa del patio de los perros chicos, y con eso uno podía llegar al otro techo que tenía un cañón de chimenea. Desde ahí uno tenía la opción de saltar al cajón de arena (como 2 metros de caída libre a los 6 años, yo me tiré un par de veces nomás), o seguir más adelante para bajar a otro techito más chico de la leñera. Por supuesto este recorrido se podía hacer a la inversa y comenzar por el techo de la leñera al que uno se subía haciendo uso de unos palos grandes de leña. O del cerco del gallinero que después murió. O de algún caballete. Como sea, de repente uno tomaba la decisión de subir al techo y hacer el trayecto. Otra cosa chora era mirar el techo cuando llovía fuerte allá en temuco. Yo lo miraba tardes enteras en la preadolescencia, y me acuerdo que era bacán. En como el marquito de la ventana, por dentro, habían objetos de decoración que mi madre había puesto, como un zapatito que otras veces servía como cuña para que la ventana no se golpeara. Ese zapatito era de peuca y era como de cera, de 5 ó 10 centímetros de largo, y pintado de color oscuro, como con detalles de flores amarillas me acuerdo. Y había algo más de porcelana. Esos eran mis amigos. Triste la weá, más encima el vidrio de la ventana tenía como gotas en movimiento. Otra cosa que me gustaba era ver el movimiento fantástico de las gotas en la ventana del auto cuando me iba atrás echado y estaba lloviendo. El viento las movía y se juntaban unas con otras formando gotas más grandes y a veces recorrían un camino específico. También en los días de frío se podía echar la foca en el vidrio y dibujar ahí o jugar un gato. Me acuerdo que la escalera era roja y que años más tarde estaba hecha pico. Eso era cuando yo volvía de santiago por el fin de semana y veía cómo estaba la casa. En rigor estaba casi igual, mi madre no causaba mucha acción y lo único que pasaba era que el clima cambiaba violentamente de fin de semana largo en fin de semana largo. Llegar a esa casa solitaria solo, por 2 ó 3 días era lo peor después que fue un antro de la perdición y del carrete. La verdad el corazón se me hacía añicos pero yo pasaba más o menos por alto ese sentimiento. Cuando éramos bien chicos jugábamos al arco peleao en ese patio con los gonzález. No hay nombre más pintoresco para una familia que los gonzález. Estábamos todos de cumpleaños en la misma semana, los 4. Otra cosa que hacíamos con los gonzález era quedarnos a alojar en cualquiera de las dos casas y pasarlo chancho. También jugábamos nintendo y esa época también fue eterna. Juntábamos álbumes de fútbol, el basuritas, el robotech y otros lugares comunes. Hacíamos lo que hacían todos los niños en sus respectivas casas apoyados por sus padres, sin saber que no éramos atípicos. Uno puede ser muy imbécil en su niñez. Pero volviendo a la casa, otra cosa chora que se podía hacer era comerse el cerezo cuando maduraba por ahí por noviembre diciembre. Estábamos saliendo de clases y nos íbamos a comer el cerezo, una vez waldo palma acumuló como 1000 cuezcos en la boca y luego los escupió al suelo contándolos como una gran hazaña. Había tantas cerezas, ramas cargadísimos de cerezas negras, todas bacanes, y los pájaros también se las comían y había como una competencia cegada con ellos. Nunca los veíamos pero veíamos los rastros de su devastación. Una parte de la comilona se hacía desde el techo también, el techo del local, porque mi mamá tenía un local de ropa maternal un tiempo, metido dentro de la casa. Se entraba por el garage, porque la casa tenía un garage pulento rojo que se fue poblando de detalles a medida que yo crecía. Primero al fondo del garage había una puerta azul que luego fue reemplazada por el local de modas, y había como una vitrina y el local era después el salón vip de los carretes, cuando ya no funcionaba. Demasiado bacán sentarse con los amigos a consumir y a hablar. Pero otro lugar común al fin y al cabo. Lo extraordinario es lo que ocurre en la niñez, cuando uno no está todavía cien por ciento integrado, cuando los datos de los sentidos son el mundo y no la información, o anda a saber tú po. Ahí yo me acuerdo que me fijaba en que para que los autos entraran al garage había como dos pequeñas muescas por donde tenían que pasar las ruedas y había que achuntarle. También había un portón que siempre dio para la calle y el cual había que cerrar todas las noches con unos postigos, y a veces le tocaba al mono y otras a mí. Y cada vez que yo volvía de santiago el portón estaba más pal pico y le faltaban postigos. El portón estaba compuesto de cuatro hojas pleglables y pleglarlo era siempre un desafío, se atrancaba con el suelo, y a veces se procedía a empujarlo duramente y se pegaba golpes el pobre portón. Cuando uno lo cerraba lo último que se hacía era cerrar la última hoja y yo como un pendejo me asomaba por última vez a la calle para decir adiós. En qué estaría pensando, en ese tiempo yo era igual que ahora, le decia adiós al mundo cuando me iba a acostar, miraba y me trataba de asombrar con la calle desolada y con las pocas personas que la venían recorriendo desde ambos sentidos al atardecer. Qué me pasaba con las luces, con las siluetas de la gente que se acercaban justo antes que yo cerrara por completo el portón. No quería despedirme de ese mundo precioso, tener que encerrarme en la oscuridad de la casa e irme a acostar. Siempre había cena y mi mamá nos hacía un arroz con vienesas, y comíamos y en esa cena el interior de la casa se convertía en todo el mundo, porque ya estaba cerrado el portón. Ya era impensable salir hasta el otro día y para eso no faltaba tan poco. Entonces el interior de la casa, sobretodo el comedor y la cocina se convertían en un mundo que sólo habitábamos nosotros 3, mi mamá, el mono y yo. Y ahí desarrollábamos cada uno nuestra personalidad especial. Yo por ser el más chico parece que tiraba tallas. Cuando pienso en cómo debe hacer sido esto mismo pero para la alita me quiero volver mono. La mesa del comedor era linda y grande porque estaba pensado todo para la familia de mi abuelo que era grande, y nosotros como éramos 3 ocupábamos más o menos la mitad de todo. Y mi mamá ponía la mesa y se hacía poderosa a esa hora manejando todo lo que era la cocina y la comida. Yo me sentaba a disfrutar solamente con mi hermano y mi hermano la ayudaba. Después yo también empecé a ayudar por imitación y nos convertimos con el mono en unos cabros buenos. Sabíamos dónde estaban las servilletas y las tazas y poníamos la mesa como los dioses, mi mamá tenía que trabajar más, no sé, a lo mejor ganar plata para quizás qué, anda a saber tú, llegaba de la pega cuando el local quedaba en el centro y llegaba justo a la hora de almuerzo para recibirnos a nosotros que veníamos llegando del colegio y se almorzaba bacán, poniendo la mesa con una loza nueva que mi mamá había comprado, en ese tiempo toda la novedad en mi vida era responsabilidad de mi mamá, yo de repente notaba cosas nuevas nomás y eran fruto del cambio de ánimo de mi mamá, ella concretaba, yo nada más me debatía y me renovaba interiormente, sin poder adquisitivo. Me convertí en un cabro responsable que hacía las tareas pal colegio y que iba a la librería a comprar goma por ejemplo, que siempre llevaba los materiales y que llamaba al mismo compañero de curso todos los días por teléfono para preguntarle qué había al otro día, increíble que eso después se me haya devuelto (chiste fome interno). Ya estaba un poco más grande, tenía llave y salía al centro o a la ferretería a comprar los materiales para técnico manual y a hacer puras estupideces, con polera o no sé qué, el teléfono era una cosa sobrenatural que siempre estuvo, después lo cambiaron por otro teléfono blanco y yo me pegaba a mi mamá cuando ella se ponía a hablar largo con no sé quién. Yo le trataba de preguntar quiénes eran (aquí volví un poco atrás a la niñez) y trataba de entender el mundo de mi madre que eran sus amistades que ella recién volvía a hacer.

Ayer en la fiesta de ananda marga no lo pasé tan bien porque en el fondo yo soy mejor en el uno a uno, no cuando hay grandes cantidades de gente, soy súper bacán en el uno a uno, y tal vez donde más bacán me siento es en el uno a nadie, o en el uno al infinito, como en este cuento.

Pero lo extraño es que las cosas en perspectiva nunca se ven igual a como uno las está viviendo en el presente, o sea que: cuando yo recuerde esta época desde el futuro voy a sentir de verdad a lo mejor lo que no estoy sitiendo en este momento por tratarse del presente, donde todo es incierto.