"...té?", dije yo. "Sí", respondió con un gesto la española.
En la pieza del amigo del juglar, la cosa se estaba poniendo buena. Los cigarros de yingo hacen que toda la historia se borre y que el universo comience de nuevo desde cero. Comenzar de esa forma nos parecía un lujo, a mí, al juglar y a sus dos amigos. El juglar dijo unas frases extraordinarias, de una simpleza hermosa. Era su capacidad de decir cosas triviales en un momento como aquél, de éxtasis, lo que nos sublimaba. El viento se levantaba desde todas direcciones y chocaba contra el edificio, trepando luego por el muro y haciendo que nuestras cabelleras flotaran verticalmente. Un grupo de personas estaban también compartiendo así como nosotros, en un balcón arriba y a la izquierda.
Sin duda a ellos les llegaba el aroma de la hoja de yingo hirviendo y querían hacernos bromas. Mis amigos simpatizaron y parece que los estaban invitando, yo aproveché para desconectarme una vez más y observar el horizonte. Eran todavía los Pirineos alumbrados por esa luz rojiza, como si una civilización estuviera naciendo del otro lado.
Hay momentos en la vida en que el ser de uno, la persona que uno es en un determinado instante, pasa a un segundo o a un tercer plano. De hecho, todo lo que existía para mí en el mundo eran los Pirineos, y los observaba de una forma tal que dejaba de ser yo mismo. Era una pura imagen, llenando toda existencia. Una imagen dotada de voluntad, que podía desplazarse, que podía hacerle zoom a una figura que recorría los caminos. Era un arriero. Pensé en conocerlo.
El té que me había servido la española Alma estaba buenísimo. Yo desconfié primero, creyendo que ella podía tener razones para intentar envenenarme. Le iba a proponer que cambiáramos de taza, sólo para ver su reacción, pero bebí. Tenía frío, y beber era la única manera de calentarme y de no caer en ese estado en que caigo cuando tomo leche y me da frío luego. Es como que dejo de interesarme en cualquier cosa que no tenga que ver con entrar en calor, con recuperar el calor interno del cuerpo. "Bueno", dijo Alma, "ahora que ya sabes mi problema..." Yo la miré dulcemente. "...cómo piensas tú que puedes ayudarme?"
El yo que se dirigía al patio de la universidad ya no tenía ayuda del viento que soplaba desde mi pecho en la pieza de la española, pero ya estaba llegando. Vio los grupos de personas sentados en las bancas y reconoció a un par de individuos, a los cuales saludó con un gesto. Tenía que llegar a la banca plateada, la que miraba en la misma dirección en que los árboles crecen. No podía estar lejos, aunque nunca sabía cómo encontrarla.
Finalmente la persona que caminaba por allá lejos, por los caminos de piedra, ese arriero loco, decidió voltear su rostro hacia mí. Parecía que supiera que lo estaba observando. Y no me equivocaba, yo conocía a esa persona. Sabía perfectamente quién era.
Esa persona era yo.
En la pieza del amigo del juglar, la cosa se estaba poniendo buena. Los cigarros de yingo hacen que toda la historia se borre y que el universo comience de nuevo desde cero. Comenzar de esa forma nos parecía un lujo, a mí, al juglar y a sus dos amigos. El juglar dijo unas frases extraordinarias, de una simpleza hermosa. Era su capacidad de decir cosas triviales en un momento como aquél, de éxtasis, lo que nos sublimaba. El viento se levantaba desde todas direcciones y chocaba contra el edificio, trepando luego por el muro y haciendo que nuestras cabelleras flotaran verticalmente. Un grupo de personas estaban también compartiendo así como nosotros, en un balcón arriba y a la izquierda.
Sin duda a ellos les llegaba el aroma de la hoja de yingo hirviendo y querían hacernos bromas. Mis amigos simpatizaron y parece que los estaban invitando, yo aproveché para desconectarme una vez más y observar el horizonte. Eran todavía los Pirineos alumbrados por esa luz rojiza, como si una civilización estuviera naciendo del otro lado.
Hay momentos en la vida en que el ser de uno, la persona que uno es en un determinado instante, pasa a un segundo o a un tercer plano. De hecho, todo lo que existía para mí en el mundo eran los Pirineos, y los observaba de una forma tal que dejaba de ser yo mismo. Era una pura imagen, llenando toda existencia. Una imagen dotada de voluntad, que podía desplazarse, que podía hacerle zoom a una figura que recorría los caminos. Era un arriero. Pensé en conocerlo.
El té que me había servido la española Alma estaba buenísimo. Yo desconfié primero, creyendo que ella podía tener razones para intentar envenenarme. Le iba a proponer que cambiáramos de taza, sólo para ver su reacción, pero bebí. Tenía frío, y beber era la única manera de calentarme y de no caer en ese estado en que caigo cuando tomo leche y me da frío luego. Es como que dejo de interesarme en cualquier cosa que no tenga que ver con entrar en calor, con recuperar el calor interno del cuerpo. "Bueno", dijo Alma, "ahora que ya sabes mi problema..." Yo la miré dulcemente. "...cómo piensas tú que puedes ayudarme?"
El yo que se dirigía al patio de la universidad ya no tenía ayuda del viento que soplaba desde mi pecho en la pieza de la española, pero ya estaba llegando. Vio los grupos de personas sentados en las bancas y reconoció a un par de individuos, a los cuales saludó con un gesto. Tenía que llegar a la banca plateada, la que miraba en la misma dirección en que los árboles crecen. No podía estar lejos, aunque nunca sabía cómo encontrarla.
Finalmente la persona que caminaba por allá lejos, por los caminos de piedra, ese arriero loco, decidió voltear su rostro hacia mí. Parecía que supiera que lo estaba observando. Y no me equivocaba, yo conocía a esa persona. Sabía perfectamente quién era.
Esa persona era yo.