...así como una parte de mí seguía abajo con el juglar y sus dos amigos, otra parte de mí se quedó en la puerta entendiendo que la española le había dicho "yo no necesito de tu ayuda". Esa parte luego bajó las escaleras y se dirigió al patio central de la universidad.
La tercera parte entró ante el gesto amplio y bonito de la españolita, se sentó en la cama y se quedó tímidamente observando la pared, las manos bajo los muslos porque hacía un poco de frío. La española me miró desde la cocina y, al ver que yo no giraría mi cuello, se puso a lavar los platos. El papel decomural era de avioncitos, algo insólito, yo pensé. Cada tanto la española se arqueaba para poder mirarme por el agujero de la puerta sin alejar las manos del lavaplatos.
Las primeras dos veces que lo hizo sólo se sonrió, y al cabo de un segundo volvió a enderezarse. La tercera vez decidió preguntarme algo. Conmovido como estaba, yo respondí automáticamente sin saber de qué se trataba, y todavía no sé cuál fue la pregunta; sostuve esa conversación como en estado de gracia, pero en todo caso seguro que se trataba de un mera charla introductoria. "Quién eres", debió haber preguntado la española, algo por el estilo, toda la situación era demasiado crítica. Era una crítica a las formas convencionales de entablar amistad.
Al mismo tiempo, allí estaban el juglar y, precisamente, sus dos amigos, contemplando la puesta de sol en unos Pirineos que parecían albergar todos los misterios de la luz en un determinado momento. Habían enrolado unos cigarros de hoja de yingo, esa hoja de forma rara con la cual yo había soñado unas horas atrás. En mi sueño yo discutía con alguien acerca de si un árbol que veíamos a un costado del camino era o no un yingo. Para zanjar el asunto nos acercábamos y examinábamos sus hojas. A punto estuve de intervenir para señalar un punto; era raro que las hojas de yingo, que habían escaceado todo el verano, aparecieran justo luego que yo soñara con ellas a la hora de la siesta.
Rechazado por la española, avancé por el camino que conduce de la residencia a la universidad. Tenía la idea fija de instalarme en el patio grande a leer un libro que me había comprado por 1 euro, las Intermitencias de la Muerte de José Saramago. Traducido al español. El viento me empujaba por el camino y yo no podía más que flotar, impulsado por ese viento que bajaba desde el piso quinto de la residencia, desde mi cuerpo sentado en la cama de la española. Ella se llamaba Alma. Yo quería que mi parte rechazada llegara a la universidad luego y por eso soplaba con el centro del esternón de mi parte aceptada, mientras la española trataba de entender alguna cosa. Luego venía a sentarse al lado mío con una bandeja.
En la bandeja habían dos tazas de té.
La tercera parte entró ante el gesto amplio y bonito de la españolita, se sentó en la cama y se quedó tímidamente observando la pared, las manos bajo los muslos porque hacía un poco de frío. La española me miró desde la cocina y, al ver que yo no giraría mi cuello, se puso a lavar los platos. El papel decomural era de avioncitos, algo insólito, yo pensé. Cada tanto la española se arqueaba para poder mirarme por el agujero de la puerta sin alejar las manos del lavaplatos.
Las primeras dos veces que lo hizo sólo se sonrió, y al cabo de un segundo volvió a enderezarse. La tercera vez decidió preguntarme algo. Conmovido como estaba, yo respondí automáticamente sin saber de qué se trataba, y todavía no sé cuál fue la pregunta; sostuve esa conversación como en estado de gracia, pero en todo caso seguro que se trataba de un mera charla introductoria. "Quién eres", debió haber preguntado la española, algo por el estilo, toda la situación era demasiado crítica. Era una crítica a las formas convencionales de entablar amistad.
Al mismo tiempo, allí estaban el juglar y, precisamente, sus dos amigos, contemplando la puesta de sol en unos Pirineos que parecían albergar todos los misterios de la luz en un determinado momento. Habían enrolado unos cigarros de hoja de yingo, esa hoja de forma rara con la cual yo había soñado unas horas atrás. En mi sueño yo discutía con alguien acerca de si un árbol que veíamos a un costado del camino era o no un yingo. Para zanjar el asunto nos acercábamos y examinábamos sus hojas. A punto estuve de intervenir para señalar un punto; era raro que las hojas de yingo, que habían escaceado todo el verano, aparecieran justo luego que yo soñara con ellas a la hora de la siesta.
Rechazado por la española, avancé por el camino que conduce de la residencia a la universidad. Tenía la idea fija de instalarme en el patio grande a leer un libro que me había comprado por 1 euro, las Intermitencias de la Muerte de José Saramago. Traducido al español. El viento me empujaba por el camino y yo no podía más que flotar, impulsado por ese viento que bajaba desde el piso quinto de la residencia, desde mi cuerpo sentado en la cama de la española. Ella se llamaba Alma. Yo quería que mi parte rechazada llegara a la universidad luego y por eso soplaba con el centro del esternón de mi parte aceptada, mientras la española trataba de entender alguna cosa. Luego venía a sentarse al lado mío con una bandeja.
En la bandeja habían dos tazas de té.