...los amigos que nos habían invitado a tomar la leche se llevaban como el perro y el gato. Yo empecé a dudar de si había ido o no a ver a la española, porque seguía sabiendo todo lo que pasaba en esa pieza. Los efectos de la leche de la risa, magnánimos como breves, dejan a sus usuarios con un sentimiento de desazón muy grande. Con todo, el juglar y sus dos amigos, viejos zorros del asunto, lograban sobreponerse y volvían a reír mientras por momentos miraban tranquilamente el horizonte. Era una pieza del tercer piso que miraba a los Pirineos, y la combinación de colores del ocaso hacía al juglar y sus amigos sentirse afortunados de haber nacido en ese planeta, etc.
A medida que pisaba los peldaños estos se encendían con una luz roja, similar a la de los Pirineos. Pensaba "estos putos peldaños me van a delatar". Luego, en un arranque de cordura, entendía que cada peldaño brillaba sólo para mí. Las arañas, que mencioné en el capítulo anterior, se habían hecho cómplices de mi aventura. "Dale, tú puedes hacerlo", "a la española le gustas", "qué es la vida, qué arriesgas". Todo el universo cobrando vida a medida que yo trepaba por esos peldaños.
Cuando penetré en el pasillo se encendió la luz allá al fondo. Esta vez, era el sistema de detección de movimiento y no un simple efecto halucinógeno. En el momento en que el juglar decía un verso dos pisos más abajo (un verso que sin duda era una crítica), golpée la puerta. La española apareció tras ella.
Estaba como apurada, secándose el pelo con una toalla pequeña. "Sí...?", pareció decirme con sólo la mirada. Ante mi silencio de varios segundos ella se puso seria y me cerró la puerta en las narices.
Durante un instante pensé qué hacer. Golpear de nuevo era una estupidez, y ése fue el camino que mi torpe corazón optó por seguir. La española volvió a abrir un tanto molesta. "Qué quieres", me dijo. Yo decidí que iba a ir hasta el fondo de mi locura potenciada por la leche fresca. "Pasar", le dije. "Para qué", me respondió ella.
Era evidente que su estado de sobriedad no le permitía participar del juego de ruptura de los convencionalismos que yo estaba proponiendo. "Porque quiero ayudarte". Con esa frase pasé inmediatamente a la categoría de loco de otro planeta. Ella se demoró un instante esta vez en observarme para averigüar al toque que me hallaba en una suerte de estado paralelo -un brillo en su mirada y un ligero resbalón en su gesto, las comisuras que se tendieron hacia arriba, la delataron. Por un momento sentí que me iba a dejar pasar. El universo y sus cursos eran para mí como olas que se estrellaban contra mi piel, de verdad las sentía cambiar de rumbo y a veces empujarme hacia fuera, lejos de la puerta, a veces tomarme de costado, otras veces empujarme hacia dentro.
Me quedé esperando la respuesta de la españolísima.
A medida que pisaba los peldaños estos se encendían con una luz roja, similar a la de los Pirineos. Pensaba "estos putos peldaños me van a delatar". Luego, en un arranque de cordura, entendía que cada peldaño brillaba sólo para mí. Las arañas, que mencioné en el capítulo anterior, se habían hecho cómplices de mi aventura. "Dale, tú puedes hacerlo", "a la española le gustas", "qué es la vida, qué arriesgas". Todo el universo cobrando vida a medida que yo trepaba por esos peldaños.
Cuando penetré en el pasillo se encendió la luz allá al fondo. Esta vez, era el sistema de detección de movimiento y no un simple efecto halucinógeno. En el momento en que el juglar decía un verso dos pisos más abajo (un verso que sin duda era una crítica), golpée la puerta. La española apareció tras ella.
Estaba como apurada, secándose el pelo con una toalla pequeña. "Sí...?", pareció decirme con sólo la mirada. Ante mi silencio de varios segundos ella se puso seria y me cerró la puerta en las narices.
Durante un instante pensé qué hacer. Golpear de nuevo era una estupidez, y ése fue el camino que mi torpe corazón optó por seguir. La española volvió a abrir un tanto molesta. "Qué quieres", me dijo. Yo decidí que iba a ir hasta el fondo de mi locura potenciada por la leche fresca. "Pasar", le dije. "Para qué", me respondió ella.
Era evidente que su estado de sobriedad no le permitía participar del juego de ruptura de los convencionalismos que yo estaba proponiendo. "Porque quiero ayudarte". Con esa frase pasé inmediatamente a la categoría de loco de otro planeta. Ella se demoró un instante esta vez en observarme para averigüar al toque que me hallaba en una suerte de estado paralelo -un brillo en su mirada y un ligero resbalón en su gesto, las comisuras que se tendieron hacia arriba, la delataron. Por un momento sentí que me iba a dejar pasar. El universo y sus cursos eran para mí como olas que se estrellaban contra mi piel, de verdad las sentía cambiar de rumbo y a veces empujarme hacia fuera, lejos de la puerta, a veces tomarme de costado, otras veces empujarme hacia dentro.
Me quedé esperando la respuesta de la españolísima.