El Iván nos llamó por fono cuando estaba casi llegando: "voy llegando", dijo. La voz al otro lado del auricular sonaba como la del Iván, lo cual era preocupante. En tanto, del otro lado del auricular, una persona colgaba y estaba en una pieza, abierta la puerta del refrigerador. Enderezaba la antena de su teléfono, se lo guardaba dentro del pantalón (atrás, como si fuera una pistola calibre 44) y de la parte de arriba del refri, humeante, sacaba un papel como de estampilla. Era el Iván.
De este lado del auricular nosotros con el Pancho nos mirábamos las caras. "Feliz cumpleaños", atinaba a decir yo con una dosis de sarcasmo. El Pancho silencioso se iba a la pieza de las plantas y tomaba la temperatura y el olor. Yo ya no lo veía cuando él hacía eso, puesto que me quedaba en el salón mirando la tele, un programa en ruso. El Pancho volvía un minuto después a decirme que ya era hora que comiéramos. "Las pizzas", me decía él, y yo le hablaba por primera vez de la trufa que me había traído en mi mochila desde el otro lado de la frontera, y que los policías de la aduana habían examinado cuidadosamente. "De qué se trata eso". "Droga, mi general" (mentira, no dije mi general, pero lo pensé). "¿Es una broma?". "Broma, mi general". El general consultó a su lugarteniente y estuvieron de acuerdo. "Escuche, lo vamos a dejar pasar, pero tiene que darnos una probadita de esta maravilla. Es la trufa Golden..." "No, mi general. Tengo las dosis justas. Vamos a celebrar el cumpleaños del Pancho." Se quedaron mirándome como si yo fuera estúpido. Yo pensé que tal vez había sido un error decir el nombre de Pancho y que tiraba a la basura toda la operación; ponderé esta opción unos segundos pero me pareció inverosímil que ellos conocieran a Pancho o que la operación estuviera más comprometida de lo que ya estaba luego de decir su nombre. "No," continué, "lo que pasa es que esas trufas son pesadas. Verdaderos chamanes pueden utilizarla sin volverse locos." Sin que la trufa les juegue una broma macabra; me creyeron, y me subí de vuelta al bus entre las miradas de todo el resto de los pasajeros. Me senté en mi lugar, saqué unas hojas de coca de mi banano y las masqué mientras el bus recuperaba la autopista. El resto fue mirar por la ventana y ver las nubes hasta que me bajé en mi paradero, el puerto de San Petersburgo. Reconocí la sonrisa del Pancho en el aparcadero. Era la única persona que había ahí, descontando al brujo disfrazado de cuervo que se echó a volar en el momento en que el bus echó los frenos de aire. "Aquí está su parada," dijo el chofer. "Váyase y déjenos tranquilos." "Me asombraría si alguna vez llegaran a vuestros destinos", dije echándo una última mirada hacia el interior del bus, cuando me bajé.
Bueno, ya estaba en la casa del Pancho y él estaba de acuerdo en que potenciáramos las pizzas con fragmentos de la dichosa trufa, "para que quede más potente." Teníamos hambre, y el cumpleaños del Pancho iba a ser en dos horas más, teníamos que tener la guata llena antes que comenzara. El Iván llegó dos para las doce y enseguida estábamos cantando cumpleaños feliz. El Iván venía borracho y le regaló al Pancho una de sus corbatas.
Luego la trufa terminó de digerirse y el Iván se tragó una estampilla que despegó de un sobre azul. El verdadero cumpleaños comenzaba.