miércoles, octubre 18, 2006

K.A.F.K.A

M. llegó a las 3 y cuarto del almuerzo de vuelta al trabajo. Le gustaba tomarse horas largas para almorzar. Al llegar, le pusieron de manifiesto que menos mal que había llegado por fin, que se alegraban, puesto que tenían la reunión de las tres, nada más ni nada menos que con los gerentes del piso, unos personajes bastante simpatiquillos.

M. se quedó observando las líneas del piso, que se movían a causa de que había almorzado con vino, y luego levantó los ojos para ver la mueca fruncida de su compañera de banco en el trabajo frente al computador. Al sentir su mirada, ella le sonrió, y M. pudo finalmente incorporarse a la tensión previa a todo el asunto de la reunión. Había muchos papeles que imprimir y la impresora no tenía tinta. Esos papeles eran clave para la demostración de un hecho particular ante los gerentes, pero con todo, se barajaba prescindir de los papeles, sin más. Lo discutían, como si fuera una decisión que no iban a tomar jamás, entre la compañera de banco de M., y otro personaje medio ambulante que había llegado hace pocas semanas a la oficina, pero que estaba trabajando en el mismo proyecto que M. y su compañera desde hace muchísimo tiempo, y por lo tanto estaba muy bien enterado de todo. Lo curioso fue que, al llegar, este personaje no se había puesto en contacto directo con ellos sobre el asunto, y se limitaba a capear las horas jugando solitario, como un verdadero anacoreta –pero no, porque cuando se levantaba de su silla, lo hacía para desenvolverse de un modo encantador, encontrando parecidos entre toda la gente que circulaba por allí, y las caricaturas, aunque algunas de esas caricaturas eran de una generación anterior a la que compartían M. y su compañera, y por lo tanto no entendían el chiste. Pero además este personajillo mantenía la calma y escuchaba con los ojos abiertos las disquisiciones de la compañera de M., además poniendo una sonrisa en los labios, cosa que M. prefería no hacer. Pero de todas formas, M. escuchaba alegremente a su compañera cuando no le quedaba otra, cuando caminaban por el pasillo rumbo a la salida o cuando ésta metía conversa de tarde en tarde.

La reunión con los gerentes del piso se aproximaba a pasos agigantados –ya eran las 3 cinco, ya que en esa oficina el tiempo corría al revés de lo usual, salvo a ciertas horas de la mañana y de la tarde en que corría al derecho. Sin embargo, muchas veces había que malgastar el tiempo en desandar el camino en reversa que se había tomado durante las horas previas, de manera que las horas a veces se duplicaban. Era una situación tensa y extravagante, aunque luego de unos días ya no le daban importancia, además que todo volvía al total cero. En este caso, la reunión tendría lugar dentro de cinco minutos, sin posibilidad de postergarse, pero sin la certeza clara, tampoco, de que la reunión estuviese fijada. Posiblemente los gerentes del piso no tenían idea de la reunión, o tal vez ya estaban sentados en los sillones de la sala de reuniones. El hecho de que la reunión posiblemente no tuviese lugar, contribuía mansamente a alegrar los ánimos de los tres participantes del lado de M., y M. ya empezaba a planear su estrategia para pasar desapercibido durante las dos horas o quince minutos que podía durar la reunión. Es decir, en vez de prepararse como Dios manda, se preparaba para salir del paso, o tal vez para él era más importante el hecho de lograr desenvolverse de manera elegante, sin decir nada o sin decir demasiado. Acaso lo consideraba una hazaña mayor que hacer bien su trabajo. Acaso no le servía para su ego personal la felicitación o el insulto de un superior a él en el organigrama, como le servía para su espíritu el hecho de ser un testigo sin prejuicios. De este modo, su plan para desenvolverse consistiría en una actitud, más que en un discurso, que era la opción que tomaban la mayoría de los mortales. Pero M. no tenía tampoco la certeza de que ningún mortal operara así. Con frecuencia, estos eran temas imposibles de tratar, por demasiado abstractos o demasiado poco decorosos. Un par de veces M. había hecho la prueba de pisar este terreno en una conversación; en realidad, un terreno ni siquiera similar, sino que M. simplemente le preguntaba a una persona si ella especulaba a veces de un modo tan arbitrario, como el que M. estaba tomando en ésta y otras oportunidades. Pero M. no podía recordar una sola respuesta en este sentido, porque inmediatamente, una vez formulada la pregunta, perdía la curiosidad y sin darse cuenta derivaba en otros temas.

Juntaron un montón de papeles y se fueron a la reunión. En el camino, guardaron silencio por un rato pero luego mágicamente se desarrolló la conversación, el hecho es que llegaron al salón de reuniones muertos de la risa. Allí estaban sentados los tres gerentes de piso, antes de que los tres participantes del lado de M. entraran, en silencio total. Al entrar M. y sus amigos, se produjo un choque que nubló el ambiente, pero sólo por unos segundos. Los gerentes alzaron los gestos, disimulando el escrupuloso silencio que estaban manteniendo en forma descarada, o que por lo menos habían mantenido un segundo antes que entraran M. y los otros. M. pensó que esos gerentes eran unos pobres diablos, y que sus vidas eran sin sentido, pero prácticamente no estuvo conciente de haber pensado esto, puesto que de inmediato se dirigió a una pequeña mesa que había en un rincón, con bolsitas de té de todos colores, y un termo más gordo que alto. Quería un té. No tenía mucho tiempo para prepararse uno bueno, porque la reunión o por lo menos el ambiente de la reunión ya estaba tomando forma, con la compañera de M. y el otro personaje sentados, o una sentada y el otro a punto de sentarse, con las rodillas ya dobladas. Pero M. siguió, seleccionó suavemente el té, lo despojó de su envoltorio y lo dispuso en una de las tantas tazas. Acto seguido, acercó la taza al termo y presionó el botón rojo, sin mover el aparato de su posición firme en la mesa, y un chorro caliente salió destiñendo la bolsita de un modo poco menos que maravilloso, aunque trivial. Era un conocimiento que M. había adquirido en las pocas reuniones a las que había asistido, casi como una maniobra de supervivencia. Le gustaba aplicarla. Se giró con su taza, sin entusiasmo ya casi por su té, habiendo olvidado ya echarle azúcar –ya era demasiado tarde, y se sentó a la mesa como si se dispusiera a tomar once. Alguna vez pensó que su comportamiento estaba siendo mal visto, y que vería represalias, veladas, pero represalias al fin, al llegar a tomar asiento con los otros y su té humeante entre las manos. No, todos, incluido los gerentes, y sus dos compañeros, lo habían esperado, como si su ridícula ceremonia se tratase de un asunto fundamental, acaso un aspecto de lo laboral. Quiso reír desaforadamente, pero se dio cuenta a tiempo de que nada obtendría con sufrir un ataque de risa. La reunión, o el ambiente de la reunión, ya estaba planteado.

En seguida los gerentes dijeron “qué nos cuentan”, y luego de un breve titubeo, el personaje ambulante tomó la palabra. Dijo “todo bien”. A lo que los gerentes contestaron con unas sonrisas al unísono. Y luego la compañera de M., casi como tirando una talla, dijo “sin novedad”. Y los gerentes explotaron en unas carcajadas. A M. no le gustaba el humor de su compañera, siempre experimentaba una cierta incomodidad, pero le gustaba poder reírse de otra cosa cuando su compañera tiraba un chiste que la mayoría aceptaba. Lograba relajarse por un segundo, para luego ipso facto recuperar la tensión. Esta vez fue diferente puesto que M. no se rió, ni de ella ni de nada. Y el silencio que siguió después no era su culpa, ni la de nadie. Reinó la más preciosa paz. Pasaron dos o tres ángeles, y luego uno de los gerentes dijo como para sí “todo está bien”, aunque claramente lo estábamos escuchando todos. Era como una frase retórica, para seguir conversando. Nadie sabía, ni siquiera sospechaba, de qué se estaba conversando. Había tema, pero todavía no se sacaba ni un elemento al tapete. Y todos los elementos estaban puestos. A todo esto, M. ya sospechaba que los gerentes en absoluto habían esperado esa intromisión, y que simplemente estaban descansando en esa sala de reuniones, como tantas otras veces lo hacían, y, es más, incluso se rumoreaba fuerte en los pasillos que lo hacían, y era la manera de rematar algún chiste. Y aunque tal versión de los hechos concordaba con la posibilidad de que no hubiese, en efecto, fijada ninguna reunión, ya estábamos metidos hasta los cayos en una reunión que tenía su propio impulso. Y a lo mejor, hasta era una reunión perfectamente fijada y planificada, con pizarra, aunque no había una pizarra en la sala, posiblemente se la habían llevado porque en las oficinas siempre desaparece la utilería sin que nadie sepa, en la hora de almuerzo, o en los turnos de noche, inexistentes por lo demás, y alguien había necesitado, obviamente sin ninguna necesidad real sino que inventada, llevarse la pizarra de la sala de reuniones, una reunión con pizarra y pauta.

Y entonces aquí viene la gracia del asunto. Su té. Humeante como estaba, y sin la conversación rodando en la mesa, el té de M. se convirtió en el foco de atención de todo el personal, más rápido de lo que M. hubiera podido desear. Todos miraban su taza con un aire indiferente, como si no les preocupara en lo más mínimo, pero al mismo tiempo como si en eso se les fuera la vida. Sobre todo era curiosa la mirada de uno de los gerentes, el que estaba sentado en la cabecera de la mesa, de espaldas a las celosías semi-corridas, de suerte que una extraña luz le iluminaba el semblante, que estaba a punto de quedarse dormido. Daba para pensar que, algunos minutos antes de que llegaran M. y sus amigos, si es que de hecho estaban los gerentes ahí sólo descansando y no esperando que llegaran ellos para la reunión, para esta reunión, que efectivamente se había quedado dormido un par de segundos, más de un par de ocasiones, mientras esperaba o descansaba en esa silla. La comodidad de la silla era favorable a eso, pero tampoco se podía permitir que un gerente de piso durmiera o dormitara sentado en una silla. Para eso estaban otras situaciones, como el final de un asado en la casa, o una noche sirviendo de guardia en el garito, pero no las horas de oficina y de reunión, o tal vez, precisamente, esas horas eran las más propicias. Quizás nunca era tan deseado un sueño como en las circunstancias de una reunión que se demora en empezar, o que tal vez no empezará nunca. Allí se desea profundamente el sueño más que en ninguna otra situación. Entonces el gerente, sin más, se había dejado llevar, y había dormitado. Tal vez era la atmósfera lo que lo hacía verse así, alumbrado irregularmente por esa celosía a medio correr. Era difícil decir. M. se vio obligado a tomar un sorbo de su té, pero sólo acercó la taza hasta el borde de sus labios y la alejó. Todos lo observaron, era evidente que no los había engañado. Lo hizo de nuevo, como si tratara de convencerlos de que estaba tomando. Pero como efecto secundario, resultó que un vaho de vapor llegó hasta sus sinus, y como que resucitó. El vino, en efecto, le había causado algún efecto, y M. había sido testigo de ese efecto cuando caminaba rumbo a la oficina tipo 3 de la tarde. Ahora, en la reunión de las 3, recién se recuperaba. El reloj debería haber avanzado hasta las 3:03, no más. Sin embargo el reloj análogo que reposaba en la pared, decía otra cosa. Parecía a punto de caerse, de resbalar por la pared. De hacerlo, golpearía con un ruido sordo sobre el piso. En medio del silencio reinante, sería una delicia escuchar un ruido así, para luego seguir en silencio, pensó M.. Un ruido como de estropeamiento súbito de un artefacto. Como la relojería explotando y muriendo definitivamente en el piso, con un ruido seco.