Ahora les voy a volar los sesos con esto que voy a contar:
El mono estaba organizando su matrimonio. Tenía que ir mucho en auto de un lugar a otro acarreando cuestiones. Yo lo acompañaba para mantener un cierto nivel de compromiso con tan importante evento.
Habíamos ido a buscar no me acuerdo qué, algo que iba en el asiento de atrás de la camioneta y nosotros adelante conversando. De pronto, en medio de la ruta, nos damos cuenta que hay algo allí adelante que nos va a bloquear el paso.
Nos bajamos a examinar la peculiar estatua, pero no sabemos que es una estatua hasta que estamos muy cerca de ella y la rodeamos. Esto no tiene nada de morboso ni misterioso, al menos no para nosotros, puesto que somos habituados visitantes de ese territorio y sabemos que allí existe una etnia de costumbres propias. De hecho, estaban celebrando el año nuevo la noche de la víspera.
Pato y Camello ya estaban allí, habían llegado antes que nosotros (la estatua era como la más grande, tanto que su escala era humana, de una serie de muñecas rusas, ésas que se meten las unas dentro de las otras), sacando peñascos que “flotaban” alrededor; parece que se va a poder pasar sin tocar la estatua, rodeándola.
Yo me desentiendo un poco de la faena, el intelecto picado por todo lo que está pasando; miro hacia la orilla del camino y veo que, en esa parte, el lago empieza justo donde se termina la calzada.
Por ese lago vienen nadando dos patos; el primero es amarillo y grande, el segundo es blanco, chiquitito y con un aire de tímido. El pato chiquitito es el pato sagrado, aquél al que no hay que espantar. Lo reconozco, es el pato que alguna vez me mostraron los indígenas.
Veo que ese pato sale fuera del agua, y el más grande también, y comienzan a caminar por el concreto, y, por el otro extremo de la ruta, llegan un grupo de aborígenes