miércoles, enero 12, 2011

bicicletas, bicicletas

CAPITULO I
1810

Era un ciclista furioso porque, a mitad de camino entre su casa y el trabajo, cuando pedaleaba con más ganas que nunca, se había desatado una llovizna fina, como si una nube, exactamente como si una nube pasajera estuviera, vamos a decirlo así, no allá en las alturas, a esos dos mil ochocientos kilómetros de altura en donde se suelen instalar las nubes, sino a ras de piso, pasando, y como si el valle de la Loire fuera una montaña, una cordillera elevada, un pináculo del mundo, una cima desde donde se alcanzaran a ver 4 lagos, los 4 lagos de la región, qué curioso, de la región llamada de los lagos, que debe su nombre precisamente a esa condición, a esa terrible condición geográfica, y no una depresión situada a nivel del mar. “No tengo alternativa, voy a tener que sacármelos” -el ciclista hablaba, o mejor dicho pensaba, pero hablaba para los efectos de este texto, que accede a su mente, de sus pantalones; hablaba de sus pantalones y de la posibilidad de sacárselos para llegar más seco al recinto, vamos a decir al recinto del ejercicio de su profesión: para llegar más seco al trabajo. “No sé con qué calconzillos ando”, el ciclista recuerda un episodio desagradable ocurrido algunos meses atrás, no vamos a entrar en detalles por el momento. En detalles con respecto al episodio desagradable no; sí vamos a describir un poco más la atmósfera matutina en el instante en que el ciclista se encuentra con la lluvia. Vamos a decir que el cielo es gris, que la gente ha comenzado a salir de sus hogares y que llueve (cae una llovizna, en realidad). La lluvia (pero es llovizna, no más) ha convertido al ciclista, que no se identifica con el movimiento de furiosos ciclistas, en un ciclista que, por pura casualidad, está furioso con el hecho de llegar mojado al trabajo, al recinto del ejercicio de su profesión, como decíamos al principio.
Simultáneamente, y esto es lo gracioso, otro ciclista pedalea en ese mismo momento del punto B al punto A. El segundo ciclista ha partido de la casa que colinda con el recinto en donde el primer ciclista ejerce, momentáneamente, mientras encuentra algo mejor, su profesión, y se dirige por la ruta, más o menos recta, pero recta en el sentido en que se trata de una sola avenida, con curvas más o menos leves, en dirección contraria a aquella en que pedalea al mismo tiempo el primer ciclista, furioso por la lluvia, no por afiliación con el movimiento de furiosos ciclistas. Les encargo lo que es el choque de dos bicicletas, comparable al choque de dos automóviles, al choque de dos peatones, pero particular en muchos sentidos. La velocidad con que se mueven en general las bicicletas no hace imposible una reacción salvadora a partir del momento en que se advierte la posibilidad de un colisión con otro objeto; sólo un grado de distracción severa o una seria imprudencia pueden causar dichos accidentes, descontados, claro está, los azares mucho más disparejos que puedan formularse, claro está una vez más, con respecto al caso, ad infinitum (con esto mi argumentación pierde solidez, pero paso a otro punto). Me recuerda la vez en que tuve mi único accidente en una bicicleta, en el cual caí o, mejor dicho, salí impulsado de la cleta para comprarme un terrenito en el cual permanecí tendido por más de veinte segunditos, lamentándome. Estaba yo, si quieren saberlo, tomando un atajo diminuto en mi recorrido: en lugar de doblar a la derecha y luego a la izquierda en la bocacalle para tomar el cruce de peatones, esa tarde de verano de 1810, sentado en mi bicicleta moonstone del 84 (hay inconsistencias espacio-temporales que debo revisar, por el momento habrá que contentarse con el espíritu del episodio), yo seguía derecho no más, valga la expresión, llevando la bicicleta directamente de la acera a la calle, amortiguando el descenso a la calzada en una zona que no contaba con ninguna rampla ni ayuda al descenso, propiamente tal, por el estilo. Los autos no venían, la calle estaba libre de vehículos de mayor envergadura que mi bicicleta hasta donde alcanzaba la vista, y mi maniobra era bastante conservadora hasta esa parte. Valga la aclaración, yo no tengo inconvenientes para bajar la solera, pero debido a un trauma infantil que no quiero recapitular, subir es para mí una cosa completamente diferente; bueno, lo es, en efecto, desde un punto de vista objetivo. Pero no se me malentienda, yo he subido soleras sin necesidad de, bueno, una rampla, creo que infinitas veces, sé hacerlo valiéndome del clásico tirón al manubrio que se hace para levantar un poquitito la rueda de adelante, en el momento preciso, y permitir que el mero impulso que se trae haga el resto del trabajo. En fin, el caso es que subí la solera con ese tirón, no sin antes haberle otorgado, en los preámbulos de la ridícula maniobra, una atención exagerada a los movimientos que, en un principio, planeaba ejecutar y, luego, exitosamente, ejecuté, atención que me privaría de reparar un semáforo que se alzaba inmediatamente después del comienzo de la acera: se me cruzó un semáforo, en buen chilensis. Era demasiado tarde para reaccionar, mi velocidad me permitiría un impacto, según mis rudimentarios cálculos, medianamente contundente, pero no era demasiado tarde para prepararse para lo peor: el choque. Hay un instante, en toda colisión en bicicleta, en que los esfuerzos del protagonista se trasladan, migran, y de la lucha descarnada por evitar la catástrofe se pasa, en un gesto de aceptación un tanto heroico, a la búsqueda de la mejor forma de caer sin sacarse demasiado la cresta. Eso fue lo que me pasó a mí, y una fracción de segundo antes que la rueda tocara el poste, negro como el vacío más oscuro, del semáforo en cuestión, dejé de hacer todo lo que estaba o, mejor dicho, no estaba logrando hacer para evitar el suceso tragicómico, y me dediqué a maniobrar para tener un mejor caer. Fue por eso, de hecho, que la rueda impactó tan de lleno el tubito del semáforo, porque yo decidí que así la bicicleta me defendería, y nada de mi cuerpo se estrellaría contra dicho poste, sino, y en todo caso, la totalidad del mismo, de mi cuerpo, ¿no?, volaría en movimiento parabólico, unos cuantos metros, no más de dos, hacia el suelo. Eso ocurrió, y yo me quedé en el suelito lamentando mi situación, así como la presencia de testigos de todo el suceso.
Pero lo divertido es que estos dos ciclistas de la mañana parisina no chocaron. Pasaron uno junto al otro, o bastante alejados el uno del otro, cada uno por calzadas opuestas.
Lo divertido es lo que viene después, o ahora, si ustedes quieren seguir leyendo.