viernes, enero 01, 2010

si esto no es fantasía, nada lo es

cuando llegué a la casa habían menos 20 grados bajo cero. Los pescados se habían congelado en el agua del acuario, días de eso. Fuí a la bodega y traje el desatornillador y un martillo y empecé a esculpir para llegar al cuerpo del querido wilfrido (mi pez dorado). Cerraba un ojo para apuntar en la dirección de wilfrido y pegar. Al primer pencazo se despertó mi hermano que bajó y me encontró con las manos en la masa. Lo miré estupefacto y pegué el último martillazo (un pedazo de hielo pasó volando junto a su oreja). Se pasaba una mano por el ojo y me vino a dar el abrazo de año nuevo. Su cuerpo estaba calientito recién salido de las sábanas y se fue a acostar de nuevo. En el primer peldaño de la escala se dio vuelta y me dijo “estás de escultor?”. Sí, le dije yo con una sonrisa, demostrándole que podía reírme de mí mismo. Se quedó ahí parado observando más despierto que nunca. Estaba parece esperando que yo diera un martillazo. Sentí la presión al poner la punta del desatornillador en el trozo de hielo. En la pared del salón, un ratón había cavado un agujero perfecto, como un arco romano, para entrar y salir en busca de queso. Temí que por un error de cálculo el hielo resbalara y fuera a dar exacto en el agujero del ratón, temía por la posibilidad que ocurriera algo con probabilidad de uno en millón. Mi hermano observaba como si no existiera el tiempo y yo sin pensarlo más di el martillazo del fin del siglo. La pequeña estatuilla de hielo con wilfrido dentro rodó por el suelo y se fue directo al agujero del ratón, como los sabios de la antigua India habían predicho. Con mi hermano la seguimos con la mirada hasta que pegó justo en uno de los bordes del arco y entró como una bola de billar. Desapareció. En el itinerario hasta allá, pareció que la expresión de wilfrido se tornaba en espanto adentro del hielo. Hubo unos instantes de silencio en que con mi hermano supimos que se preparaba un evento espectacular, que desafiaría toda lógica y nuestra futura continuidad psicológica. Un refunfuñeo se oyó en el interior de la cavidad. Alguien del tamaño de un gnomo bajaba unas escaleras construidas tras el muro. Una luminosidad empezaba dentro de la cueva diminuta. Vestido con camisa y gorra de dormir, con lentes bifocales, una vela encendida y una actitud parecida a la que tenía mi hermano la primera vez que bajara por las escaleras segundos antes, el ratón apareció.