lunes, julio 14, 2008

en el álbum blanco alora

Estaba buscando las llaves del departamento para poder salir. Las tenía colgadas del cuello, pero buscaba sin darme cuenta algo que me colgaba, metiendo las patas distraídamente en unas fuentes con agua que había puesto para detener las múltiples goteras, era agosto y las goteras del cielo habían comenzado a resucitar días antes. Vivía solo con mis fuentes y mis goteras y unos pecesillos que misteriosamente habían comenzado a poblarlas, venidos del sueño de quién sabe quién, de quién sabe dónde. En un sector de mi escritorio tenía una estructura como de edificios en miniatura entre los cuales me asomaba bajando los ojos a la altura de la superficie de la mesa. Luego subía la vista y los veía de poco menos de 5 centímetros de altura, llenos de lápices; los usaba para guardar lápices y palitos de helado de la niñez. En uno de los palitos la legendaria leyenda: vale otro savory, y se remecía el corazón. En esos rascacielos diminutos que eran tubulares también habitaban peces pequeñísimos, casi larvas, y era una vista impresionante. Si los pececillos en el interior de las fuentes para goteras eran realmente un misterio, los peces adentro del portalápices lo eran aún más; y si en verdad estos últimos lo eran de ese modo, otros peces que había en la parte alta de mi escritorio, que hacía las veces de repisa de libros, lo eran más aún, infinitamente. En esa zona una gotera que me había olvidado de tapar formaba un pozón de un centímetro de profundidad, sólo una concavidad en la madera lisa de mi escritorio. En esa concavidad diminuta vivían cientos de peces. Y costaba dejar de percibir un mundo diferente al poner los ojos allí, en ese lugar.
Por otro lado tenía un televisor, un televisor patas arriba y una planta que colgaba del techo. Había adecuado una hamaca gigantesca sobre la cual tenía que caminar, tenía que caminar unos cuatro pasos desestabilizados antes de poder estar de nuevo en el piso. A ratos me despertaba en esa hamaca y veía la inquietante proliferación de tela en tensión a todo mi alrededor, y con horror me arrastraba hasta el borde y me dejaba caer, o me quedaba colgando con medio cuerpo fuera de la hamaca y con la vista fija, en algún minúsculo detalle del pavimento o piso. El piso, que había sido generado por artesanos humildes, albergaba los símbolos de un antiguo dialecto, el dialecto oc.