no fuimos hechos para escribir, sino para cenar fuimos hechos. Para eso fuimos hechos. Es un hecho.
Basta advertir el brillo de los ojos que produce ir saliendo camino a la casa de la anfitriona en donde se celebra la velada, sin saber mucho del asunto, yendo a lo que resulte, a la vida (o a la muerte), y compararlo con el brillo que tienen los ojos ahora que escribo estas líneas. No hay punto de comparación.