lunes, mayo 02, 2011

sí, prometedora



Sólo ciertos músicos y místicos muy cagados de la cabeza han osado poner en duda los beneficios de la lógica. Cito por ejemplo el ejemplo de Ludwing Van Beethoven, que en 1844 defendió a los estoicos por parecerle "un caso complicado, enternecedor, ¡locura!, etcétera". No había ninguna relación entre los dos últimos epítetos de su discurso y los dos primeros. El caso es que Beethoven no quiso complicarse, no ahondó en el asunto, no le pareció que fuera digno de más escrutinio.

En la actualidad, y me refiero con esto a los últimos cuatro mil años, tampoco resulta indeseable un poco más de lógica, y el límite que ponemos al análisis de cualquier problema es sólo el límite de nuestras capacidades humanas, casi animales. No hay ninguna valoración ni juicio negativo con respecto a la aplicación de la lógica, al uso del cerebro, a la explotación de la razón en cualquiera de sus formas; ya sea dialéctica, holística, o cuantas mierdas más hayan podido clasificar en sus ratos de ocio y que yo no me he dado la paja de averiguar.

Sin embargo, se asoma una nueva partida de hombres y mujeres que mirarán con desconfianza este instrumento (la razón) y que dudarán pronto del beneficio de utilizarlo más allá de cierto punto(.) Ya han comenzado, ya hablé de Ludwing Van Beethoven, no hablé de Perico de los Palotes ni de Alma Gracia, escritora judía de comienzos del 30 (los nazis la mataron). Ellos discutieron hasta qué punto el uso excesivo del raciocinio era perjudicial para la vida (sea lo que sea ese fenómeno, cuya mención me excita) y qué otros pilares podían constituir nuestra salvaguarda, como contraparte. La verdad es que sólo si se vive de veras es posible cortar el hilo invisible e interminable de pensamientos que se suceden como los instantes que forman el tiempo.

He perdido el ímpetu y ya no tengo la sensación del día en que me di cuenta de este asunto y corrí a la biblioteca a documentarme (en realidad, sólo hice unas búsquedas en google). Ese día mis problemas personales y la constante letanía en que los había envuelto me superaron, y este hecho me sugirió la alternativa de dejar de pensar un poco en ellos. En ese momento me pareció posible reducir el uso total que hacía de la razón, y de mi cerebro. Concluí que la manera de poner en práctica este plan era, simplemente, abstenerme de pensar en algún problema cualquiera, equis, cuando, a punto de sumergirme en sus aguas y vericuetos, recordara que posiblemente era preferible, por una vez, no hacerlo, y recordara este propósito y esta sensación increíblemente prometedora.