domingo, marzo 13, 2011

Estaba leyendo un libro de Kafka sobre animales fantásticos, recopilados en diversas literaturas de oriente y de occidente, cuando de pronto un ruido me distrajo. Dejé el libro abierto boca abajo encima de la mesa para mirar la extraña criatura que me estaba sonriendo; el libro pudo quedar abierto manteniendo la página en que me había quedado para mirar a ese extraño, repito, ser. Me sonreía desde su posición al lado de la planta que no riego nunca, entre dos frascos de ají que ahora se convirtieron en criadero de hongos; era una especie de ser humano del tamaño de una ardilla, o sea un duende vestido de azul.
Me pregunté si no habría ingerido parte del contenido de esos frascos de ají contaminado en los tallarines del almuerzo, antes de percatarme de su podredumbre. El duende parecía enfrascado en mi contemplación a la vez que yo en la suya, aunque por su sonrisa entre sarcástica y sorprendida, o fingiendo sorpresa para decir la verdad, suponía que él sabía algo que yo no. Lo saludé, o mejor dicho pensé en saludarlo pero seguí mirándolo, convencido de que saludarlo podía ser un paso en falso. El duende estaba completamente vestido, con una pluma en el sombrero y quise creer que había de su especie quienes se vestían entero en verde, entero en rojo, entero en blanco y hasta entero en negro. Los ojos del duende eran humanos, su actitud era humana y, a decir verdad, todo era humano en él salvo la estatura, pequeñísima hasta para el pigmeo más enano, y quizás algo de su vestimenta tampoco lo hacía humano.
Yo, por el contrario, era el humano por antonomasia, imbuído en actividades absurdas que me hacían tener visiones estrambóticas, vestido con pantalón, polera, sweater y zapatos, de tamaño natural, o al menos del tamaño apropiado para hacer el uso de las cosas fabricadas por mis congéneres, y no pequeño como el macetero de una planta que se está a punto de secar. De hecho, queda un sólo de múltiples brotes en el cual la planta parece haber enfocado toda su energía antes de darse por vencida ante el invierno. Y, por supuesto, la falta de riego.
En efecto, el invierno ha sido largo e inclemente este año, y la falta de luz en mi ventana que mira hacia el norte ha diezmado la otrora exhuberante